Bien común

La noción de bien común no es de por sí despreciable. Cuando hace unos años, por ejemplo, Ramón Germinal escribió un ensayo sobre el agua1, opuso lo común tanto a lo privado —o sea al Mercado— como a lo público —o sea al Estado—, valorando aquellas historias y aquellas experiencias de autogestión y de gratuidad (de las fuentes y de los servicios hídricos) sobrevivientes al industrialismo y a su necesidad de centralización y de burocracia.

Sobre la cuestión del agua los diferentes grupos políticos pro-referendum, asociativos, desobedientes y sindicales en cambio han confundido con arte el concepto de común con el de público.

Estos rey Midas a la inversa —que transforman en mierda todo lo que tocan— no alcanzan a imaginar nada que escape de los margenes de la ley. De la misma manera en que no saben reactivar —ni tan siquiera mentalmente— aquella historia popular hecha de usos cívicos, de reglas comunales, de relaciones vecinales, de fraternidad, de apoyo mutuo. Una historia que el Poder ha comenzado a destruir furiosamente ya a finales de la Edad Media. Primero con la urbanización forzada y la industrialización, luego haciendo que las comunidades humanas sean cada vez más dependientes de sus aparatos tecnológicos y burocráticos. En la guerra que han implementado contra la gratuidad han utilizado todas las armas: el desarraigo, la horca, la cárcel, las sirenas de la comodidad, las promesas religiosas y la actividad asalariada de una multitud de juristas, economistas, sociólogos y filósofos.

Pero donde la falsificación alcanza lo grotesco es cuando se quiere aplicar —reivindicándola— la noción de bien común a algunos aspectos de la producción y de la organización capitalistas.

Para sus paladines, el bien común no es, digamos, el pan —que se toca y se come— sino más bien la «naturaleza cooperativa de la riqueza social», la «fuerza creativa y constituyente de la comunicación», la «producción inmaterial» y el «saber colectivo incorporado en los procesos y en los lenguajes». Éstos, en suma, se creen la fábula que el Capital cuenta sobre sí mismo, tomando al pie de la letra su utopía de franquearse de las necesidades materiales de la vida. Ocultando este minúsculo detalle: si las formas y los objetivos de una actividad asociada son útiles y sensatos, el mejoramiento de la cooperación es entonces un hecho positivo; pero si en cambio las formas y los objetivos son aprisionados con las cadenas del beneficio y del poder, ¿según qué hechizo una acrecentada capacidad cooperativa de los seres humanos se vuelve un factor de libertad (si no incluso de comunismo)? ¿Puede ser realmente común aquello que se aleja cada vez más de los sentidos, de los cuerpos, de la comprensión, del control e incluso de la facultad imaginativa de los co-asociados?

Si luego notamos que los epígonos fracasados de la Autonomía —la cual había hecho del rechazo al trabajo su rasgo más característico— hablan hoy del trabajo como bien común, es difícil pensar en una inversión más completa del sentido. El trabajo asalariado como bien común: no hay nada más lejos de la realidad.

La escuela, que en otro tiempo se la definía como instrumento de selección de clase y de reproducción del consenso, también se vuelve bien común. Y más en general el «saber», sin siquiera hacer un esfuerzo por aclarar que saber escapa hoy a la valorización capitalista. Incluso las metrópolis —es decir, la continuación en el espacio del conflicto de clases— se vuelven bien común. No éste o aquel rincón del barrio, este edificio, esta práctica o aquella experiencia, sino la ciudad como tal. El infierno arquitectónico y urbanístico se transforma así en un paraíso a defender.

Aunque desmentir estas groseras mistificaciones es en general muy fácil, no podemos estar satisfechos con eso. Intentemos hacer otros razonamientos.

Si nos quedamos en el terreno de los «recursos naturales», la noción de bien común no pone problemas particulares. En cambio cuando se entra en lo vivo de las relaciones sociales la cuestión se vuelve bastante más complicada. Toda discusión sobre lo que es «bien común» gira en vano sin un mínimo de comprensión acerca de lo que podría ser una sociedad —o una comunidad de humanos, o unión de individuos únicos o como se quiera llamar— libre de opresión. En fin, en juego está el modo mismo de concebir la libertad y, por lo tanto, la transformación social. Si la perspectiva es la de heredar este mundo —quizás sin una finanza malvada, sin patrones obtusos, sin gobernantes corruptos, sin multinacionales, etcétera—, entonces se pueden considerar bien común las actuales estructuras tecnológicas y productivas (en el intento de cambiar las relaciones que las rigen y los productos que fabrican). Si por el contrario se piensa la libertad en términos de autonomía y reciprocidad —o sea, muy sencillamente, en términos de saber, en cuanto individuos asociados, lo que se hace—, entonces la perspectiva no puede ser otra que el desmantelamiento «radical, racional e irreversible». Desmantelamiento no sólo de los órganos represivos y financiero-especulativos, sino de las bases mismas de la colectividad capitalizada, de la comida a los transportes, de la técnica a las relaciones amorosas, de las casas a los barrios, del conocimiento social a la relación con la naturaleza. Es en esta perspectiva que la noción de bien común toma su sentido concreto.

Entonces bien común es aquello que entra en conflicto con el actual orden de las cosas, esa mezcla de exigencias, de valores, de experiencias, de prácticas, de saber hacer que podría transfigurarse en un modo y en un mundo distintos. Ya me parece oír a los realistas: «¿a destruir todo entonces?». No, todo no. Hay una «cosa» que debemos defender, reconstruir y afinar: la posibilidad de destruir (y de habitar la destrucción).

Bien común son, en este sentido, las luchas de los oprimidos que nos han precedido y aquellas capacidades —de edificar, de cultivar, de cocinar, de organizarse— que el Capital no ha exterminado del todo. Por lo tanto, el bien común no puede interesar de una misma manera (inmóvil y superior al conflicto social) a explotadores y explotados. Ni pertenece genéricamente a los «territorios», sobre todo en una época en la cual el hábitat humano no es la norma, sino la excepción producida por la ruptura y por las prácticas de autoorganización. Ya Leopardi2 ironizaba, con su habitual y refinado sarcasmo, sobre los gazzettieri3 y los filósofos progresistas de su época, haciendo notar que es bien curioso que la suma de los malestares individuales produzca, como por arte de magia, un bien común. Pero no sirve tanta filosofía, basta el mínimo coraje para acercarse a ver detrás de este póquer trucado unos seres aislados, alienados, derrochadores de sí mismos y del mundo en el cual sobreviven sin realmente habitarlo ¿pueden de verdad compartir un «bien común»?

Adolf Hitler decía, en una famosa entrevista, que a diferencia del marxismo el nacionalsocialismo no socializaba las fábricas o los bancos: socializaba a la gente. Programa este, como se puede ver, ampliamente continuado y perfeccionado por las democracias. Sin romper con esta socialización no hay posibilidad de compartir. La convivencia —evocada en todo momento por sacerdotes y políticos— emerge realmente sólo allí donde se rompe el orden de la separación y renacen juntos la soledad y el encuentro, ambos suprimidos por la sociedad de masas.

Como se puede ver, el concepto de bien común necesita puntualizaciones. Aparte de algunos aspectos de base —eso que podríamos llamar características genéricas de la especie, también éstas bajo ataque por parte del dominio—, el bien común no es separable del ideal de vida por el cual luchamos, del modo en el cual nos pensamos como individuos en el mundo. Y este ideal no es —hoy menos que nunca— un «recurso» ya disponible. Se manifiesta solamente en el enfrentamiento, lo anuncia y lo define. Un enfrentamiento ya definitivo, entre el ser orgánico y la mercancía. Es algo que chorrea de las luchas, las prefigura, las enuncia y las traspasa. Está engastado —como posible, no como algo dado— en el vientre putrefacto del presente, viene desde lejos y no sabemos de antemano hasta donde llegaremos siguiendo las evidencias, los enigmas, o los jeroglíficos. No es un producto que se compra y se vende en la feria de las buenas intenciones. Es una perla que se encuentra en lugares de todo menos que fáciles: senderos arduos en medio de las ruinas.

Matus

[De Invece #12 de febrero de 2012, traducido y publicado en Aversión # 4 de mayo de 2012]

    1. 1Ensayo recogido en Ramón Germinal, Vivir en el alambre. B. S. Hnos. Quero – Muturreko Burutazioak 2005. [Nota de trad.]

    1. 2Giacomo Leopardi fue un poeta, filósofo y filólogo italiano que vivió en el siglo XIX. [Nota de trad.]

    1. 3Periodistas de poco nivel. [Nota de trad.]

    2. Los 30 derechos humanos: https://los30derechoshumanos.com/